sábado, 25 de abril de 2009

Proyecto Brainstorm

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Eleanor Lanssing esperaba en la pequeña sala atestada de bancos del aeropuerto internacional de Christchurch la salida de su vuelo: Pacific Blue 6778 hacia Sídney. El pequeño aeropuerto está situado a menos de diez kilómetros del centro de la ciudad, y no le había tomado más de 25 minutos atravesar sus silenciosas calles en su todoterreno de alquiler en aquella mañana de domingo. La ciudad parece conservar, después de más de 150 años, al menos una parte de los valores que impulsaron a la sociedad anglicana que la fundó. Auspiciados por el arzobispo de Canterbury, decidieron levantar en un tranquilo y resguardado emplazamiento de la costa este de la isla sur de Nueva Zelanda una moderna Jerusalén, regida por las más estrictas costumbres victorianas y valores católicos, que supusiese un refugio para la familias de clase media, deseosas de abandonar la relajación moral y depravación de los barrios de Wellington. En la actualidad la población cuenta con más de 400.000 habitantes, siendo la segunda en tamaño del país, pero sin ninguna duda la primera en cuanto a visitantes. En las proximidades de la ciudad se puede disfrutar de la nieve, los paisajes salvajes, la naturaleza en estado puro, los deportes de riesgo y, en resumen, montones de actividades de esas que ahora se popularizan a medida que los hombres cada vez necesitamos con más urgencia volver a sentir la sensación de libertad y peligro que llevamos inscrita en nuestros genes.

Pero Eleanor no se había visto atraída hacia la ciudad por ninguno de estos aspectos, sino por una casualidad geográfica. La ciudad de Christchurch se encuentra exactamente en las antípodas de La Coruña. Si trazamos una línea recta que parta de la plaza de María Pita, en La Coruña, y la hacemos pasar por el centro mismo de la tierra, este imaginario eje surge como por arte de magia bajo los cimientos de la catedral de Christchurch, en la plaza del mismo nombre. Eleanor había descubierto este dato hacía menos de un mes, cuando un simple trozo de papel transformó su vida. Pero esa es otra historia a la que volveremos más tarde.

Mientras su cabeza repasaba una y otra vez los acontecimientos de los últimos días, el murmullo del aeropuerto comenzó a ser cada vez más evidente. Más y más personas acudían a la terminal, probablemente debido a que la hora de salida del vuelo a Australia se aproximaba. Eleanor se sorprendió rodeada de jóvenes greñudos, terriblemente morenos, cargados con mochilas y sus tablas de snowboard. Sabía que la mayoría eran australianos por esa forma curiosa que tienen de hablar. Siempre le recordaba a cuando intentas pedir un café en un bar tras salir de una sesión de más de dos horas de dentista con la boca entumecida. Aunque era incapaz de comprender ni una sola palabra, sabía con certeza que las conversaciones versaban sobre las hazañas, más o menos reales, más o menos exageradas, conseguidas sobre la nieve, o mejor aún, en las noches de juerga en Methven. ¿Tenía algún sentido recorrer más de dos mil kilómetros para emborracharse en un local idéntico a los que se pueden encontrar en cualquier esquina de sus ciudades, y tirar los tejos a las mismas chicas que, en la mayoría de los casos, asistían a su misma universidad y se cruzaban todos los días camino de la biblioteca? Parece que el síndrome del viajero se apodera de todos últimamente. Síndrome poderoso pero mutante, y siempre presente. Primero el hombre empezó a viajar para sobrevivir: buscar comida, buscar caza, buscar hembras. Después vino la curiosidad: hasta donde podemos llegar, que hay en la tierra. Luego vino la codicia: buscar oro, explotar a otros pueblos, el comercio. Más tarde, la vanidad: el explorador que recibe gloria por llegar al polo sur, por subir al Everest, por salir en el periódico. En una nueva vuelta de tuerca llegó el viaje por salud: ir a darse baños, a tomar el sol, a respirar el aire de la sierra. Ahora, la última razón es el viajar por anotar muescas en el revólver. El que más viaja es el más libre, el que ‘mejor se lo monta’, el espíritu más alocado, el ‘hombre de mundo’. Y nada más lejos de la realidad. A estos viajeros no les gusta cambiar de forma de vida, y los destinos turísticos lo saben. Montan enormes complejos que imitan y reproducen el ambiente de seguridad al que están acostumbrados los viajeros. Fundamental, no obstante, introducir con cuentagotas rasgos exóticos o supuestamente autóctonos que permitan a la gente contar algo cuando vuelva a casa. “Que palmeras”, “nos ponían plátano frito para desayunar”, “iban todos vestidos con unas mantas muy raras envueltas a la cintura”. Haced la prueba si no me creéis. Si conocéis dos personas que hayan viajado, digamos, a las islas Fidji preguntadles sobre el lugar. Invariablemente os contarán lo mismo: las mismas anécdotas, las mismas actividades, la misma falta de contacto con la gente de verdad, el mismo aislamiento en sus complejos turísticos.

Una voz nasal anunciaba la salida del vuelo 6778 de Pacific Blu con destino a Sidney. Los pasajeros de las filas 43 a 21 podían embarcar inmediatamente. El resto, a esperarse. Eleanor miró su billete para ver si había resultado agraciada en la lotería aérea y, para su sorpresa, vió que tenía asignado el asiento 38B. Recogió su bolso del asiento de al lado y se encamino al mostrador de embarque, con el pasaporte y el billete preparados. Una amable azafata, con rasgos nórdicos, y que no encajaba para nada en aquella parte del mundo, le sonrió amablemente mientras comprobaba sus credenciales y la tarjeta de embarque. Con un ligero movimiento del hombro derecho le indico que podía pasar. Tras dejar su ligera chaqueta y el bolso en el compartimento de la parte superior, Eleanor se acomodó en su asiento e inmediatamente buscó los extremos de su cinturón de seguridad para ajustárselo. Era una manía adquiría hace tiempo y sin ninguna razón aparente: siempre se abrochaba el cinturón nada más subirse en el avión y nunca se lo quitaba hasta llegar a destino. A medida que el avión se iba llenando vio que el asiento inmediatamente a su derecha no se ocuparía. Parece que era su día de suerte. Primero, embarcar al principio. Después, dos asientos para ella sola.
Los motores del avión comenzaron a zumbar y el aparato rodó silenciosamente hacia la pista de despegue. Los pilotos recibieron la confirmación para el despegue desde la torre de control. Empujando hacia adelanta la palanca de control, los motores rugieron al aportar la máxima velocidad de impulso y el avión salió disparado por la pista, adquiriendo poco a poco su máxima velocidad. En el último momento, cuando la nariz del avión debía elevarse despegando las ruedas del tren delantero del suelo, algo ocurrió. La barra de amortiguación del tren delantero se partió por la mitad como si la hubiesen cortado con un laser. La pareja de ruedas con parte de su sujeción de acero rebotó contra el suelo mientras el morro del avión se desplomaba sobre la pista. Por el impacto, el fuselaje se combó ligeramente hacia arriba, e impulso con fuerza los restos del tren delantero hacia atrás, incrementando el efecto de la velocidad. Las ruedas, girando enloquecidas, impactaron brutalmente contra la ligera estructura de aluminio del ala derecha del avión, justo al lado de uno de los motores. Esto provocó un enorme boquete en la parte inferior del ala, y por tanto, en el depósito de combustible allí alojado. El queroseno comenzó a brotar como una riada, empapando la pista, el fuselaje y entrando directamente en el motor. La fricción de las partes móviles de la turbina sumada a la entrada masiva de combustible generó en un segundo una bola de fuego, que salió como una bocanada entre las palas del rotor. Este fuego se extendió rápidamente por las zonas empapadas de queroseno, se introdujo en el depósito dañado y atravesó el avión pasando al ala izquierda. Allí, el combustible encerrado, entró en combustión. Al no poder expandirse, se produjo una tremenda explosión que desintegró el ala completamente, enviando fragmentos de ala y los motores como proyectiles contra el fuselaje. El impacto abrió el fuselaje en varios puntos, por los que penetro el combustible que volaba por todas partes. El interior se incendió a continuación, calcinando a más de mil grados las maletas, asientos, moquetas y cuerpos a su paso. Treinta segundos después, sobre la pista del aeropuerto solo quedaba un amasijo de hierros, carne, fuego y humo totalmente irreconocible. Los servicios de emergencia sólo encontrarían un superviviente: uno de los jóvenes esquiadores. Prácticamente calcinado, moriría en la ambulancia camino al hospital.

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