jueves, 6 de enero de 2011

Proyecto ibérico II

Desde que habían mantenido la conversación, Gerión buscaba en su interior para encontrar lo que su padre le había dicho, pero lo único que sentía era inquietud y zozobra. Nada más. Un día decidió adentrarse en los montes que separan la costa de la planicie interior. Durante dos días buscó y buscó hasta que consiguió dar con una cueva habitada por lobos. Gracias a Dios, los lobos, bien alimentados en medio de la primavera, sólo observaron al chico con curiosidad, permitiéndose incluso asentarse en su guarida sin oponer mayor resistencia. Gerión pasó dos días en su compañía, pero su interior seguía vacío. Nada se acalló, nada se resolvió. El gigantesco interrogante permanecía en sus entrañas.

Llegó a la conclusión que, a pesar de las leyendas, ese no era su camino ni su respuesta, y, arrastrando pesadamente los pies, regreso a la aldea. Todo el pueblo reaccionó con sorpresa al verle aparecer, incluido su padre. Todos daban por supuesto que no regresaría, que sería Gerión el joven, sucesor del otro Gerión el viejo. Pero el chico se limitó a dejarles atrás, entrar en su cabaña y acurrucarse en un rincón, donde durmió durante dos días seguidos, aunque sin paz.

Y allí estaba. Encaramado en el risco, mirando hacia el infinito mar, y pensando que su vida estaba acabada. Con la vista empezó a seguir a una gaviota, que, girando en círculos, intentaba evitar las corrientes de aire provocadas por el choque entre el aire salino del mar y el arenoso de la tierra. Atrapada en un torbellino, la gaviota salió disparada como una bala hacia el oeste y cuando ya los ojos de Gerión empezaban a percibirla como un punto blanco, el rabillo de su ojo izquierdo detectó un punto blanco mucho más grande, enviando mensajes de atención a su cerebro.

Al girar la cabeza y concentrar la vista Gerión vio a lo lejos tres manchas blancas sobre la superficie especular del mar. Las manchas parecían agitarse como si estuviesen en llamas, con movimientos convulsos y poderosos. En la base de la blancura llameante empezó a distinguirse una línea color ocre, que la separaba de la superficie del agua. Unos minutos más y se hizo evidente que, lo que Gerión contemplaba, eran tres barcos de velas anchas y alargadas. Los barcos aprovechaban las corrientes de aire de la costa para avanzar, siguiendo el litoral. Las naves le resultaban extrañas. Por supuesto, sabía lo que eran las velas, pero en su aldea rara vez se usaban, cuando con remar una escasa distancia el mar ya les proporcionaba todo lo que necesitaban. Estos barcos, además, contaban con planchas de metal en los laterales, o eso le parecía, ya que no había visto el metal más que una docena de veces cuando asistían al mercado de Llici a vender sus ostras.

La última vez que había estado en el mercado, había visto atracados en el puerto barcos similares a los que ahora observaba. Cuando preguntó a los íberos locales de donde provenían estas gentes le dijeron que eran guerreros venidos del otro lado del mar, desde una ciudad llamada Cartago, la más poderosa de todo el mundo. Pero los cartaginenses, le contaron, no habían venido a batallar. Si no a comerciar. Establecieron lazos de amistad con las tribus locales y obtuvieron permiso para iniciar explotaciones de minerales y establecer algunos emplazamientos en la región. Además, con sus modernas armas defendían a su pueblo de las incursiones de los salvajes de las sierras del interior. Todos parecían muy satisfechos con el acuerdo.

No obstante, eran guerreros. Gerión puso pies en polvorosa y se precipitó, casí se despeñó, montaña abajo dando gritos ininteligibles y agitando furiosamente los brazos. Los pescadores que descargaban sus barcas en la orilla miraron hacia el risco y, al unísono, pensaron que Gerión, definitivamente, había perdido la cabeza. Era cuestión de tiempo.

El chico tardó unos diez minutos en alcanzar la aldea. Ante la indiferencia general a sus gritos de advertencia, corrió al encuentro de su padre y le relató lo visto desde lo alto. Su padre, inmediatamente, salió de la cabaña y esta vez el pueblo si reaccionó. Los hombres corrieron hacia los botes. Por parejas, voltearon las embarcaciones y se metieron debajo, levantándolas en alto y llevándolas a un cobertizo alargado que normalmente se usaba para el secado del pescado. En cuestión de minutos todos los botes estaban ocultos en el cobertizo. Mientras tanto, las mujeres recogían a toda prisa los aperos de pesca que se secaban al sol, arrojándolos en el interior de las cabañas sin ceremonia alguna.

Cuando las naves cartaginenses embocaron el canal de entrada a la bahía sólo se veía una docena de edificaciones con aspecto de estar desiertas, abandonadas por algún pueblo que, insatisfecho con su elección para establecerse, simplemente había partido hacia mejores tierras. El vigía en la nave principal fue lo que vio, y así se lo indicó a la regia figura que, sentado sobre mullidos almohadones, era como el centro de gravedad de la cubierta.

Con movimientos lentos y naturales, Asdrubal se levanto para acercarse a la borda y observar el entorno. Su visión poco tenía que ver con la del vigía. El veía el puerto natural más perfecto que se pudiese imaginar, defendido en su entrada desde el mar, pero también en su acceso desde tierra, por farallones de roca. Esas rocas, además, prometían riquezas inimaginables. Riquezas como sólo se encontraban en Iberia. Y la sierra montañosa en el horizonte también auguraba posibilidades.

También vio otra cosa. Peces. En el borde la costa se veían cientos de peces engarzados en cuerdas, evidente resultado de una partida de pesca. La aldea no estaba deshabitada. El pescado estaba fresco.

'Desembarquemos inmediatamente. Pero, tened cuidado y equiparos con las armas. No estamos solos', indicó a su tripulación. La docena de marineros de su nave se sumó en tierra a la decena que viajaban en las naves menores, formando un grupo armado de veinte hombres de aspecto magnífico, que se habían ajustado sus petos de bronce y portaban lanzas de dos metros de altura.

Los habitantes de la aldea, refugiados en una de las cabañas, miraron al padre de Gerión, al que consideraban como el más sabio del lugar, para saber que hacer. 'Saben que estamos aquí. Salgamos Antos, Ferión y yo e intentemos averiguar que es lo que quieren sin que nos maten. Probablemente sólo necesitan agua y comida'. Muy lentamente, los tres aldeanos salieron de la cabaña y se acercaron al grupo de soldados, sin saber muy bien que hacer o decir.

Asdrubal observó al grupo de emisarios, detectando inmediatamente los balances de poder. El que iba al frente era el referente, era el que todos seguían. A estas alturas ya sabía que en la mayoría de los asentimientos íberos no existía un jefe como tal, pero la naturaleza humana era como era, y siempre existía un referente, un sabio, una persona excepcionalmente respetada en el grupo. Y todo era mucho más sencillo cuando se identificaba rápidamente y se concentraba la diplomacia en él. Asdrubal ya era un experto en estas lides. Más de un centenar de veces había asistido a encuentros como aquel, bien a las órdenes de su suegro Amílcar, bien de forma independiente.

'Estimado señor, dueño de todo lo que vemos. Yo y mis compañeros soldados venimos desde Llici en busca de paz y prosperidad, y parece que tu has llevado tu gran ciudad al éxito y la bonanza. Buscamos sólo un pedazo de tierra donde asentarnos y la licencia para explorar los alrededores, hacia el interior, porque sabemos que el mar es vuestro para explotar. Sólo pedimos nos des asilo, a cambio de la protección que nuestras corazas y lanzas os pueden dar. También os cedemos el uso de nuestros navíos, siempre que tengáis a bien otorgarnos una parte de las capturas que con ellos se realicen.' Trátales como a grandes gobernantes, y conseguirás todo lo que quieras, pensó Asdrubal.

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