domingo, 1 de marzo de 2009

Metamorfosis

Siempre le había gustado el agua. Estanques, torrentes, incluso el mar, pero sobre todo, los ríos. Disfrutaba remojándose, con la mitad del cuerpo en el agua, la mitad fuera, como si fuese una criatura ancestral pillada pasando del agua a la tierra.

Con un viejo vestido de su madre, hizo su primer traje de pez, con una tela dorada muy gruesa estampada con abstractas formas asemejando olas. Tenía lentejuelas verdes y doradas bordadas en el cuello. Recordaba a su madre con aquel vestido, preparándose para asistir a una fiesta, inclinándose sobre él para darle un beso de buenas noches, y las lentejuelas brillando en la oscuridad como si ella fuese un ser mágico salido de su libro de cuentos de hadas.

Cortó el vestido formando un ovalo, tanto por delante como por detrás, dejando un agujero en uno de los extremos para poder sacar la cabeza. A ambos lados, unos trozos triangulares de plástico simulaban aletas, y otro más hacía las veces de cola. Por supuesto, a su edad no sabía usar aguja e hilo. Cosía de forma torpe, experimentando en cada puntada, provocando arrugas en algunas partes y bubones en otras. Sin embargo, plantado a un par de metros del espejo, en la oscuridad de su habitación verde aguamarina, y entornando lo ojos, el traje parecía funcionar.

Tardó unas semanas en atreverse a salir a la calle con el traje. Conocía un recodo en el río que era tranquilo y solitario. En realidad se conocía cada recodo del río, y sabía que ese era el mejor. Metió el traje en una bolsa de plástico con la marca del supermercado, y se dirigió al río. En cuanto llegó a donde quería, se quito la ropa a toda prisa y se puso el traje, completando en cinco minutos su modesta versión de la transmutación entre especies. Se sentó en el borde del río y poco a poco fue metiéndose en el agua hasta que sólo la cabeza sobresalía del agua. Al principio se sintió extraño. Entonces se dio cuenta: el sentimiento extraño era en realidad una profunda alegría. Apoyó la cabeza sobre una playa de piedras, con el cuerpo dentro del agua, y permaneció así durante horas, dejándose mecer por la corriente. Cada cierto tiempo doblaba el cuello, metiendo la cabeza bajo el agua para ver pequeños peces que le rodeaban, observándole con curiosidad. También observaba como, poco a poco, sobre el traje se acumulaba la nata verde de las aguas estancadas, mientras una miríada de renacuajos jugaba con sus aletas. Por primera vez en su vida sintió que encajaba con su cuerpo y con su piel.

Desde entonces, todos los días iba al río. Recordaba esa época como la mejor de su vida, pero, al ser viejo el material del traje, duró poco. Acabó prácticamente convertido en girones.

Con su segundo traje, se equivocó. Hecho de tela de polyester barata, en el agua se volvía insoportablemente pesado, arrastrándole hacia el fondo. Tras sólo una semana, decidió descartarlo.

Para el tercer traje decidió usar un nuevo material verde y sólido, que se encontró un día mientras paseaba al lado del río. La tela era fuerte y parecía fabricada para estar en el agua. Colocó una única y larga cremallera en la espalda. Cuando se metía dentro y cerraba la cremallera, sólo podía inclinar el cuerpo hacia los lados, y pegar saltos hacia adelante y hacia atrás. Delante del espejo, practicó los movimientos. El reflejo era el de un pez, el humano no estaba. Con el traje se sentía como un viejo pez de río, quizá una trucha, que, tras burlar a los pescadores durante años, vivía tranquila y segura, sin ninguna preocupación.

Se llevó el traje al río, se lo puso rápidamente y se metió en el agua. El traje era simplemente perfecto. Todos los agobios y presiones de ser humano se disolvieron en un segundo. Dentro del traje ya no contaba con la ágil y analítica mente de un mamífero. Sus pensamientos se volvían lentos, asumiendo la actitud de una gran trucha irisada. Hubo ratos en que se olvidó por completo de su naturaleza humana.

Comenzó a anochecer, y cuando la luz era prácticamente imperceptible se impulsó fuera del agua a la orilla. Entonces se dio cuenta, con cierta sensación de miedo, que la tela del traje había encogido con el agua. No podía alcanzar la cremallera. Había hecho el traje muy ajustado, intentando que fuese lo más auténtico posible, pero no había contado con tener que quitárselo estando mojado. Es posible que su metamorfosis pisciforme se hubiese extendió de su exterior al interior. Veía el mundo como un pez, y un pez nunca tiene que pensar como quitarse la piel.

Sudando y con el pánico extendiéndose por su cuerpo, las próximas horas fueron una sucesión de empujones, encogimientos, estiramientos y saltos, avanzando centímetro a centímetro en un esfuerzo puro de voluntad. En ningún momento gritó pidiendo ayuda. ¿Cómo enfrentarse al ridículo? Con el tiempo llegó a una hondonada donde se detuvo, sin fuerzas para continuar o gritar, aunque hubiese querido. Pero, incluso entonces, se sintió satisfecho de no ver a nadie observándole. Después de todo, ¿cómo hubiese explicado su situación?
Meses después su cuerpo putrefacto y gaseoso, embutido como una salchicha en el traje de pez, fue encontrado a bastantes metros de la ribera. Se había arrastrado durante días.

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