sábado, 28 de febrero de 2009

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Era mi cuarto viaje a Asturias desde que había emigrado a Suecia. Sentado en la cocina de mis padres me pregunte si tenía sentido seguir viniendo. Desde la muerte de mi madre, tres años atrás, las conversaciones con mi padre no eran más que las estrictamente requeridas por la cortesía. En realidad, hablar de conversaciones es demasiado. Eran más bien mensajes cortos e instrucciones. “Asegúrate de que esta vez vas a ver a tu tía antes de irte – se molestaría si supiese que has venido y no la has visitado”, ejemplo típico de nuestras ‘conversaciones’. Tras soltarlo, respiraba profundamente, terminaba a toda prisa su taza de café y salía de casa sin destino determinado – aunque casi siempre acababa en la taberna. Se pasaba fuera todo el día, aparecía tambaleándose a última hora del día y, tras pasar por el baño y tirar de la cadena, desaparecía en su cuarto con un sonoro portazo. Poco despues se oía el choque de sus pesados zapatos contra el suelo, seguido por el silencio.

Entendía en cierta forma la historia de mi padre, tras haberla investigado a fondo. Nacido en una familia de obreros – mineros en su mayor parte – de los buenos. Duros trabajadores y grandes bebedores también – de los acostumbrados ha sobrevivir en tiempos difíciles. El año, mil novecientos treinta y cuatro. Ojos inquisitivos cantaban canciones libertarias. Susurros de venganza, transmitidos en secreto, anidados durante años en sufrimiento y dolor.

El sólo tenía cinco años cuando las tropas de la república llegaron al pueblo. Malos tiempos para ser niño. Todo se gestaba en secreto, y no se perdonaban los errores, ni aunque fueses un niño. No dormir se convirtió en una epidemia mientras una generación de hombres sufría por la falta de poder para controlar su destino. Mientras en público seguían con sus bravuconadas, eran los niños, en casa, quienes pagaban la frustración de sus padres castrados. Así se transmitió el sentimiento de padres a hijos. Tratados como bestias, se convirtieron en animales. A la vez que aumentaba el miedo de los hijos hacia los padres, estos trataban de demostrar su desprecio al miedo en si. Trataban de ser pequeños héroes para ganarse el afecto de sus padres, pero realmente eran pequeños despojos – espejos que reflejaban el desprecio a si mismos de sus mayores.

Cuando crecieron, los niños se tornaron hombres con imágenes muy claras de si mismos. Inútiles, despreciables, cobardes, fracasados. Montaron sus vidas, lo mejor que pudieron, para reflejar esa imagen, pero los ocasionales y exagerados estallidos de furia no ocultaban su miedo al enfrentamiento y el conflicto. Buscaban olvidar con la bebida y la falsa camaradería lo que más odiaban de si mismos – su vulnerabilidad. Nada funcionó. Agobiados por sus miedos y llenos de furia, sin saber muy bien la razón.

Oí a mi padre toser al levantarse de la cama. La puerta de su habitación se abrió y le vi arrastrar los pies hasta la cocina, totalmente vestido, buscando la primera taza de café. Vamos otra vez con la pantomima, pensé para mis adentros.
“Buenos días, papa”
“Hola, hijo”
“¿Quieres un cafetito?”
“Pues no estaría mal”
“Hace un frío de pelotas, ¿no?”
“No es para tanto”
“¿Dónde anduviste ayer?”
“Donde siempre. ¿A que viene el tercer grado?”
“Nada, hombre. Me pareció que estaría bien charlar un rato. Eso es todo”
Aprovecha el silencio, pensé, no rellenes el vacío, espera. Espera. Transcurrió un agónico minuto de tranquilo dolor pero esperé, y, al fin:
“La echo de menos, sabes”, dijo, mirándose las manos que sostenían la taza de café a la altura de su pecho. “Hubiese cumplido 60 el mes que viene”. Con voz emocionada, hizo una pausa, carraspeo sonoramente, y se saco un pañuelo de tela del bolsillo. Alejó suavemente su silla de la mesa, intentando escapar.
“Yo también la echo de menos, papa”
Pausa. “Lo se, hijo. Ya lo se”, dijo poniendo una de sus manos sobre las mías. Nos miramos a los ojos por un segundo, y sonreímos.
“¿Qué tenías pensado hacer hoy?”, preguntó.
“Pues, sinceramente, no tengo planes de ninguna clase”
“¿Por qué no nos vamos a ver a la tía los dos juntos?”, dijo, “y despues podemos dejarnos caer por la tasca para echar la partida y tomarnos una cerveza con los del pueblo”
“Pues me parece un buen plan, papa”
“Entonces, adelante. Por cierto, espero que lleves dinero porque yo ando sin blanca”, me dijo guiñándome el ojo izquierdo.

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